sábado, 19 de enero de 2008

¿Nos alcazas?


Dulces vs la Ley;
Patricia y Giles, el Alcalde

Por: David Monroy

Ella es delgada, muy bajita. Parece niña. Su pelo peinado con una cola de caballo asemeja una crin del animal. Su pelo está maltratado, debajo de sus ojos, dos medias lunas casi moradas empujan hacia arriba dos diminutos ojos que ya están inundados de lágrimas. (Crónica publicada en 2006)

Con la vista fija en ella, el alcalde de la ciudad, se encoge para estar a su altura y le mira unos segundos, baja la mirada titubeante y niega con la cabeza. La mujer, con sus manos de vara, delgadas, frágiles, casi secas comienza a temblar. Han pasado apenas diez segundos desde el primer cruce de palabras y ya bastó para ponerla al borde del llanto, atorado desde hace semanas.

Patricia vive en la colonia Alta Vista de la ex ciudad de la eterna primavera. Es madre de cuatro niños y vende dulces, sólo dulces. Desde hace semanas que no vive tranquila, porque a los cotidianos problemas de ser madre soltera, sin ingresos y responsable de la educación de cuatro menores de edad, se la ha sumado que el Ayuntamiento se le ocurrió que no debe haber mas comerciantes semiifijos. Así nomás y así no más, le quitaron su puesto y sus dulces. “Estorbas mija”, le dijo un inspector que tenía pinta de director de policía.

Hace unos días se acordó de la propaganda que le hizo votar por Jesús Giles en los pasados comicios. Se le hizo un hombre capaz y sencillo. Cuando lo conoció en un recorrido, afianzó la idea de que votaría por él y más cuando en uno de los que la gente llama baños de pueblo”, para referirse a forma en que los encumbrados bajan a “convivir” con el lumpen, Giles le dio la mano y le dijo “lo que se le ofrezca”, con una sonrisa de falsa humildad, pero sincera.

Esa imagen estaba fija en su cabeza. Patricia es joven e ignorante de la vida pública o de los políticos. Sólo los ha visto en la tele bien bañados o cuando andan en sus camionetotas con los vidrios hasta arriba, entre desguareciéndose del olor a calle y de los saludos de manos llenas de pópulo o quitándose el calor con el aire acondicionado.

Ese sábado que lo estuvo esperando para hablar con el, tenía esperanzas de que esa tarde podía sentarse con su mamá y sus cuatro hijos a comer tranquila las jicamas con chile que había comprado en el mercado después de cerrar el puestecito de dulces.

Sabía que en la noche sería difícil tener una cena abundante, pero con el jugo de los limones que cortó de camino a su casa, y la sal de grano que compra su mamá, guardaba en su interior esa calma que se tiene cuando, pese a los problemas –y ella tiene el peor— se puede abrazar a los hijos y darles un beso en su frente, porque a pesar de todo, se les ama.

Además, y esto era una bendición y un lujo que pocos tienen: Sabía que podía tenerlos para ella sola y que los niños podían pedirle un dulce y que si se los podía dar, aunque no hubiera para desayunar.

Ese medio día en plena calle, también sabía que era la oportunidad de buscar ayuda, de solicitar un apoyo al presidente que de lejos se ve que es buena gente, que se ríe con todos… o de todos.

Desde aquella vez que le quitaron su puesto y que los inspectores de gobernación municipal se fueron comiendo y repartiéndose sus dulces, Patricia no lloraba tranquila porque se le atoraba el sentimiento y la cólera. Se le calentaban las venas, la sangre fluía ardiendo, pero el corazón lo mantenía tibio porque sus hijos la necesitan tranquila y verse como mamá.

Bajo el sol, junto de un poste que todavía olía a pintura verde de los sábados “ciudadanos” del munícipe, Patricia veía acercarse al funcionario, muy de mezclilla, muy de playera, pero muy lejano a los que le seguía, ya no se diga de los ciudadanos que salían a ver quién estaba pintando las banquetas, las avenidas, los topes y hasta la barandales.

Giles venía con su hijo, y Patricia pensó que la gente que tiene hijos sabe de la friega de trabajar para mantenerlos cuando no está un padre, cuando no se tiene trabajo o cuando se siente uno con la imposibilidad de mantenerlos toda la vida. Vio que el hijo de Giles, blanco, rosado, con ropa de marca y tenis Nike, que podía ocupar para ir a pintar las calles con su papá, tenía actitud y pensó: “Eso debe ser enseñanza de su papa”.

No esperó mucho tiempo más, tenía al alcalde a unos metros y decidió moverse aun con la pena y el coraje reflejado en su rostro apiñonado, terso, pero opaco de tanta preocupación. Cuando Giles se detuvo para pedir un cigarro Benson Mentolado y tomar en respiro en el recorrido, Patricia lo intercepto y con voz muy, muy suave comenzó a dirigirse a el.

--- Señor, cómo está. ¡Ayúdeme por favor!. Patricia no pudo más, su voz se quebró y luego se le ahogo El alcalde pareció preocuparse, pero de pronto cambió su semblante y de reojo observaba si gente y colaboradores le observaban.

--- Dígame, dígame…

--- Es que yo vendo dulces frente a la primaria, ¡y me quitaron mi puesto!. Giles volteo a sus espaldas, parecía buscar a alguien o sacudirse el impacto de verse sorprendido por el señalamiento, y es que segundos antes se regodeo de su intensión de devolver los valores a la ciudad de Cuernavaca. Se sintió pillado, pero aguantó.

La madre de Patricia no se contuvo y le gritó al munícipe que si es madre solera porque afectarla de esa manera, y sobre todo burlarse de ella como si se estuviera delinquiendo. Patricia no pudo más, si tenía los ojos inundados, en este momento rodaron dos enormes lágrimas que cayeron en la acera caliente.

--- A ver –le dijo Giles— ¿tiene sus papeles en regla?

--- Si, pero sólo me falta el refrendo, no tienen porque quitarme…

--- La legalidad es la legalidad, así que…

--- No es ilegal que quiera vender. No le hago daño a nadie, sólo son dulces… tengo cuatro niños y no me alcanza. Giles se turbó y respiró… Ya las miradas caían en el como dardos sobre su conciencia. La presión de los ojos llenos de agua de Patricia hicieron mella en la conciencia del funcionario y decidió que era el momento de salir de ahí. Llamó a otro de sus funcionarios que bajo la sombra de un árbol, observaba displicente la situación.

--- ¡Alguien de desarrollo económico!, vociferó Giles. Sólo en ese momento, el displicente colaborador se acerco, perfumado, con tenis de marca, cinturón fino, lentes oscuros del dos palabras Y se quedó con Patricia cuando sus rodillas se habían empezado a doblar; había fracasado, y había desperdiciado su voto. Su madre la abrazó, la acogió en su seno y solo vio a Giles que empezaba a darles la espalda.

Con un ademán, el gobernante dio la orden de salir adelante, se afianzó del hombro de un reportero como queriendo compartir su culpa, y sólo murmuró. “Ni modo… la ley”.

El reportero se detuvo, lo observó y regresó su cara a observar a Patricia y a su madre. El de desarrollo económico ya no estaba ahí y el llanto de la mujer ahora si fue abundante y sobre todo, elevado, enorme… estrujante.

La mirada del reportero se detuvo sólo para ser acompañado por la mirada de otro colaborador del presidente.

---Vámonos… mi hermano

--- Qué poca madre…

--- Ni modo, es la ley…

--- ¿La ley?... ó la ojetez.

--- La ley… ¿nos alcanzas?

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