Las Horas del “Che” en Cuernavaca
Era el otoño de 1955, agosto; en la capital del estado de Morelos el sol caía a plomo. Era un día templado, característico del Valle de Cuauhnahuac que recibía las lluvias nocturnas como refrescante paliativo al característico calor diurno de la zona.
Ernesto Guevara de la Serna tenía un año de haber arribado a nuestro país luego de muchos meses de peregrinar por América –a bordo de una motocicleta desde Rosario, Argentina- cuando puso por primera vez un pie en la Ciudad de la Eterna Primavera, lugar al que regresó por tren en otras ocasiones que completó con otras tantas visitas a Tepoztlán.
Aún sin el sobrenombre de “El Che”, sin conocer todavía a Fidel Castro Ruz, parcialmente anónimo entre los grupos de ilegales centro y sudamericanos que se refugiaban en departamentos del distrito federal y todavía con el destino incierto, Guevara de la Serna logró finalmente obtener el “si” de su novia y mejor amiga, Hilda -a quien conoció en Guatemala y reencontró en México- así que decidió casarse en el cortísimo plazo buscando donde se lo permitiese, dada la condición ilegal de la pareja.
Fue un joven, muy joven office boy de la oficina de obras públicas del Ayuntamiento de esta ciudad el responsable de esperar y guiar al revolucionario cubano-argentino por distintos puntos turísticos y de interés de la ciudad, además de encaminar -como principal misión- la boda civil del médico argentino y su novia peruana que debía llevarse a cabo de forma subrepticia en el Registro Civil de la capital morelense, pues ninguno de los dos reunía los requisitos básicos para contraer nupcias en territorio mexicano.
Las horas de estancia y disfrute de El Che y su compañera fueron testificadas por Cesar Villegas Romero, a la sazón un joven de 18 años de edad a las órdenes de Luis Aguilar Enciso, jefe de la oficina de Obras Públicas del Ayuntamiento de la ciudad: “La orden debió haber venido desde muy arriba, quizás de la secretaría de Gobernación hacia el gobernador (Rodolfo) López de Nava, porque el secretario de gobierno de apellido Urbán fue quien llamó al Ayuntamiento para que todo estuviera dispuesto para recibirlos y casarlos en la oficina del registro civil” ubicada en el edificio principal del Ayuntamiento.
A 49 años de los acontecimientos, Villegas Romero en la actualidad con 66 años de edad y dedicado a su carrera de ingeniero civil y a los comentarios editoriales en televisoras y radiodifusoras locales, recuerda paso a paso los minutos de la visita del Ernesto Guevara y de su novia Hilda Gadea: “A mi no me dijeron de quien se trataba. Sólo me dijeron que era el Doctor Guevara y su señora. Yo sabía que pretendían casarse y que su visita obedecía a eso precisamente, sin embargo por la falta de papeles de los dos, fue imposible que se cumpliese el objetivo y como una especie de “apapacho” me ordenaron pasearlos”.
Durante mucho tiempo y básicamente en los 50 no importaban las influencias, las sugerencias o las recomendaciones en el registro civil de la ciudad y mucho menos las llamadas que pudieron haber hecho amigos en Gobernación de Ernesto Guevara hacia las autoridades morelenses, simplemente en Cuernavaca no era posible ser casado o realizar cualquier trámite sin contar con la documentación en regla recuerda Benito García Barba, decano periodista: “Ese señor, el jefe del registro civil se llamaba Juan Ferrera. Era un viejito muy firme, muy legal que no le perdonaba nada a nadie y mucho menos a un par de extranjeros que querían casarse por medio de influencias; su obsesión por la legalidad era tal que a una sobrina le negó la posibilidad de quitarle a su hijo el calificativo de bastardo de su acta de nacimiento, sólo por el hecho de haberlo tenido fuera del matrimonio”.
Así, sin boda y sin documentación alguna, Ernesto e Hilda salieron del edificio del Ayuntamiento, frente a la puerta principal de catedral en donde ya eran esperados por César Villegas a bordo de un auto Fiat de su propiedad. Era el medio día del 18 de Agosto de 1955. “Les recomendaron pasear por Cuernavaca” para aprovechar la visita y, desde luego, olvidar el mal momento que representó su frustrada boda.
Al subir al vehículo las caras de Ernesto y de Hilda no mostraban contrariedad, más bien un gesto de aparente conformidad parecía asomarse en ellos en franca proporción al número de ocasiones en que habían intentado realizar la misma operación y bajo las mismas circunstancias –por los menos otras dos. “Y es que todavía no era “El Che”, solamente era el doctor Guevara y aunque algunos le conocieran en México no significaba que ya podía venir a hacer lo que quisiera. Además creo que lo que ellos pretendían era precisamente eso, pasar desapercibidos”, recuerda Villegas.
Eran ellos dos y nadie más -dice. Era una pareja de extranjeros que también se sintieron atraídos por el la fama internacional de la que entonces Cuernavaca ya gozaba. Aquí se podían observar decenas de autos con placas de Estados Unidos. Era la ciudad de Erick Fromm, de Malcom Lawry. En su momento aquí habían vivido artistas, pintores, intelectuales y actores famosos como Tyron Power, todo por lo que despertaba la ciudad de la eterna primavera en otros países. Así que había que pasearlos, esa era la mejor forma de recibir un extranjero, relata el entrevistado.
“Me dieron vales de gasolina para mi auto y $50 pesos, para lo que se ofreciera. Tras salir del Ayuntamiento al medio día yo tenía la orden de esperarlos y así lo hice. Una vez en mi coche, Ernesto se subió delante y la muchacha atrás. “El Che” era un hombre muy blanco, no muy alto, con bigote castaño claro tupido a los extremos y ausente en el centro. Aunque no traía el pelo largo, se le notaba abultado, pero bien peinado. Vestía más bien informal. A los zapatos choclos color café, tipo botas mineras, se le sumaba un pantalón beige de algodón, camisa blanca y una chamarra de color caqui o beige.
“Hilda se veía más elegante, quizás porque venía s su boda. Traía un vestido largo color negro, con flores en rojo, blanco y rosa. Zapatos negros de tacón alto, bolsa negra y una carpeta de documentos donde seguramente traía alguno que les identificara. Ella era guapa, muy guapa... para mi gusto”.
LA TRAVESÍA
Las paredes grisáceas parecieran estar conformadas por pequeñas rocas pegadas perfectamente, una a una y fue eso lo que propició el asombro del argentino que expresó a sus acompañantes de forma festiva: “Qué si quitas una piedrilla, ¡booom!... ¡todo se viene abajo!”.
La pareja caminó unos minutos por las orillas de la laguna que forma la caída de agua y se regocijaron con la brisa que caía en su cara de forma más intensa conforme se acercaban al afluente.
Para Villegas, el viaje de “El Che” a la capital morelense debió haberle distraído y relajado, pues bajo las condiciones que en ese momento vivía –mismas que fueron conocidas posteriormente por el entrevistado a través de la prensa y los libros escritos sobre el argentino- era claro que en el DF, independiente de su condición de ilegal y el tipo de gente con el que comenzaba a relacionarse –un año después conoció a Fidel Castro Ruz en un apartamento de la capital, para de ahí embarcarse a Cuba- el destino que se planteaba no debía tenerlo tranquilo, sino más bien alerta.
Otra vez instalados en el Fiat de Villegas, se trasladaron al zócalo de Cuernavaca aún con la experiencia de haber estado en el Salto de San Antón. En el centro de la ciudad caminaron por la plaza principal y se introdujeron al Palacio de Cortés, en ese momento sede del Poder Ejecutivo y donde hacia poco tiempo el mexicano, Diego Rivera había plasmado murales que cuentan gráficamente etapas importantes de la historia de México desarrollada en Morelos, como son la convivencia entre Tepoztecos, Xochicalcas, Tlahuicas; la conquista del Valle de Cuauhnahuac, la Independencia, la Reforma, la Revolución Zapatista, etcétera.
“Si hay un momento en que ví extasiado a Ernesto fue cuando visitamos esos murales. Se les quedó mirando largo rato y hacía comentarios muy en corto con Hilda. Volvía a mirar y así se quedaba unos instantes. Caminaba con la cabeza hacia arriba, con los brazos cruzados y volvía comentar sus ideas con su novia. Creo que ese fue el lugar donde le vi más metido en sus ideas, en sus pensamientos y, desde luego, en sus ideales”.
Al salir del Palacio de Cortés ya era hora de comer y se dirigieron de nuevo al zócalo de Cuernavaca a comerse una torta. “Era en un lugar donde vendían unas tortas sensacionales, había de huevo, jamón, queso, milanesa”. El entrevistado dice no recordar de qué las pidieron, sin embargo lo que le quedó grabado en la memoria es que tanto Hilda como Ernesto las acompañaron con refresco Coca-Cola. La cuenta fue pagada por el guía con los cincuenta pesos que le fueron entregados en el Ayuntamiento de Cuernavaca.
El paseo prosiguió otra vez en las afueras de la ciudad. Arribaron al Fraccionamiento “Lomas de Cuernavaca”, famoso en aquel entonces por sus proyectos e edificaciones modernistas. Ernesto no mostró inquietud o sorpresa alguna a pesar de que la arquitectura que se introducía en el lugar causaba sensación entre los ricos y famosos que comenzaban a adquirir predios exclusivos en la misma zona, donde en su momento, tuviera su residencia el ex Sha de Irán, Mohamed Reza Pahlevi a finales de los años 70, por ejemplo.
El Che fumaba y fumaba, no el tradicional puro con que aparece en decenas de foto, sino más bien gustaba de cigarrillos con filtro, que consumía continuamente. Fumaba casi unos tras otro, en el vehículo, cuando caminábamos o después de comer. Fue entre traslado y traslado, entre fumada y fumada cuando finalmente se interesó por un tema que no fuera lo que visitaban o los comentarios que realizaba “en cortito” con Hilda. Cuestionó a su guía por su edad, por sus estudios, por sus orígenes y por quienes eran sus padres. Villegas le respondió que apenas había cumplido la mayoría de edad, que sus padres eran profesores, que trabajaba como officce boy en la oficina de obras públicas y que le habían llamado para guiarle porque era el único muchacho disponible que tenía vehículo. El Che solo asintió y se quedó callado.
Cuando llegaron al parque Chapultepec eran casi las tres de la tarde. Se bajaron del auto y comenzaron a caminar. El Che y su novia por delante, el guía a uno o metro y medio de distancia, junto o atrás de ellos. Aunque era una pareja de novios –relata- no eran los clásicos enamorados. Al menos en público no se besaban constantemente, caminaban de la mano y charlaban como dos buenos amigos, pero no daban escenas. Pasearon por los canales, por los jardines y observaron la vasta vegetación hasta que dieron aproximadamente las cuatro de la tarde y decidieron que querían seguir conociendo la ciudad antes de regresar a la ciudad de México.
De vuelta en el automóvil, regresaron por la Avenida Plan de Ayala y se internaron en “El Vergel”. Estacionaron el vehículo y se dirigieron a la vieja estación del ferrocarril construida por el presidente Porfirio Díaz. La edificación de piedra volcánica y de bucólica presencia fue el lugar donde “El Che” pareció tener una regresión a sus primeras vivencias. “Parecía un niño, lo vi contento, golpeaba el suelo con sus pies y reía constantemente...” A unos metros de distancia estaba un nevero que completó el cuadro de regocijo de Ernesto. Junto con Hilda se dirigió hacia él, compraron sendas nieves de limón y de la mano se fueron a sentar a las bancas verdes de madera. Ahí permanecieron por más de veinte minutos, charlando, riendo y abrazados dejaron de lado los vasos de nieve y continuaron sentados por algunos instantes más. Casi eran las cinco de la tarde.
Villegas cuenta que a pesar de la obligatoriedad de regresar a la capital del país ese mismo día, no parecían tener prisa, no obstante pidieron ser llevados a la estación de autobuses que se encontraba a unos minutos de distancia, en el centro de la ciudad, exactamente donde en la actualidad está un restaurante de sombrillas verdes, junto a la oficina de correos. Al llegar, los dos bajaron, cerraron las portezuelas y de despidieron de su guía de 18 años. Su autobús partía a las 17:40 horas.
“De Hilda recuerdo que era una mujer de carácter firme, y me atrevo a decir es que era más romanticona que su pareja. De Ernesto he recordado todos estos años su forma particular de hablar. En su acento, las groserías que había aprendido en México, se escuchaban cómicas; pero sobre todo recuerdo el desenlace que tuvo. Nunca dimensioné, ni por asomo el personaje que traje en mi coche por algunas horas y mucho menos imaginé lo que sería y haría años después. Yo era asiduo lector de la revista “Life” y a través de ella logré tener una visión importante de lo que estaba haciendo quien fue mi pasajero.
“Cuando al pasar de los años yo tomé conciencia de quien había llevado y traído por la ciudad... ¡no me lo creía nadie!¡De haber sabido quien era me hubiera ido con él! ¡Lo Juro!.
1 comentario:
Saludos David,
Actualmente realizo un documental de los pasos de Fidel y el Che en Morelos, me gusta tu articulo y me parece terrible el asunto del plagio.
Actualmente vivo en Francia pero estare en Mexico por Enero, ojala podamos tener una oportunidad para conocernos.
felicidades por su articulo
Pablo Gleason
info@pushandplay.org
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